Había decidido vestir de color primavera el crudo invierno que ya duraba demasiado. Su divorcio había sido un puto infierno, no por lo trámites legales porque ser jueza de la audiencia provincial facilita mucho las cosas. Tampoco por el hecho de quedarse sola, ya que estaba encantada de volver a encontrarse consigo misma. Ni tan siquiera le preocupaba que el paleto de su ex se hubiera quedado con parte de la fortuna de sus padres por no haber hecho separación de bienes, en casa del herrero, cuchara de palo, que dicen.
Lo que dolía era la traición. Se enamoró de Eduardo con 24 años, estuvieron los convenientes tres de noviazgo, luego se casaron, tuvieron hijos. Rosa no había «conocido otro hombre». Le había dedicado toda su vida a él, al amor de sus entrañas. Ahora, este perfecto hijo de su madre estaba gastándose la fortura familiar en el Caribe con una niñata que por lo visto debía de follar muy pero que muy bien y gastar más pero que mucho más.
Y aquí estaba Rosa, decepcionada, dolida y encerrada en su maltratado ego.
-Voy a tomar un café con Patricia_ se dijo.
Patricia de Lara, se había convertido últimamente en una buena compañía y su única confidente, no se fiaba de contar su historia a nadie, porque el qué dirán más que nada, era una situación «tan vergonzosa». Antes de entrar en el día a día del juzgado solía desayunar con ella. Uno de sus secretos más inconfesables era el amor que sentía hacia los zapatos y en especial a los diseños de Patricia.
-Patricia, ¡se acabo! ya no puedo seguir así. Encerrada en mi ira hacia la traición de Eduardo. Tengo que salir y tú me vas a ayudar. Te pido me diseñes unos zapatos que me definan para salir armada de la fuerza de mi alma y vestida de mí misma desde los pies, para poder pisar firme.
Y así hizo Patricia, le diseñó unos preciosos stilettos negros con la orma que se ajustaba a ella como un guante, sobrios y elegantes como Rosa; pero con un toque de glamour y esperanza en el tacón. Una delgada línea de charol azul eléctrico que recorría el tacón de arriba a abajo.
Y así llegó el viernes y Rosa se calzó sus stilettos y se fue a su bar preferido. Se sentó en la barra. Pidió un martini Rosso con su aceituna y todo. Posó su cartera en la barra. Y una vez subida en la banqueta de cuero blanco cruzó las piernas. La espalda bien recta y la barbilla ligeramente girada para perder la mirada en el espejo que justo quedaba enfrente, tras la barra para más señas. Desde ahí tenía la perspectiva perfecta para escrudiñar quién entraba por la puerta.
Así, su mirada se clavaría en la de ella nada más entrar por la puerta, porque no pensaba dejar de mirar al espejo. Porque sabía que en cualquier momento él entraría por la puerta.
Imaginaba su propia imagen desde atrás, se veía tal cual la vería él al entrar. Tras el cruce de miradas a través del espejo, continuaría su recorrido visual por sus preciosos zapatos, tan lindos como ella. Se quedaría loco con su cruce de piernas. Perdería la cabeza con la caída de su caftán de seda salvaje azul eléctrico como el precioso detalle de sus stilettos. Y lo que le terminaría de conquistar a buen seguro sería su cabello rubio recogido en un moño estilo griego y el maquillaje liviano, sencillo en tonos pastel.
Y tal cual construyó la escena, así sucedió… Pero, no en el orden que ella había pensado. No, él no clavó sus ojos negros en los azules de Rosa, sino que clavó su mirada en los stilettos. Y prendado quedó de aquella mujer, no le hizo falta ver más, sabía que era ella. ¡Qué acierto! sus zapatos la definían como la mujer que era, elegante, valiente, fuerte, cariñosa, amable, sensual. Y a él ya no le hacía falta más, ya la había elegido para ser su compañera el resto de su vida. Aquellos zapatos y ese cruce de piernas lo decían todo de ella.
El amor es eso, amor…