Una historia de primer y único amor que un alumno de mis talleres de radio me contó el otro día, antes de acabar el curso. Es tan bonita que no puedo dejar pasar este momento sin compartirla con vosotros.
Vivíamos en Cádiz, nuestro matrimonio acababa de pasar un bache gordo, muy gordo… pero habíamos sobrevivido. Y llegó un domingo de estos de calor arrollador y decidimos bajar a los niños al parque. Ani empezó a sentir un poco de calor y agotamiento y la invité a subir a echar la siesta mientras yo me hacía cargo de los pequeños. Cosa no habitual, ya que siempre era yo el que se escaquecaba y se echaba un sueñecito, pero, me dije, pobre, ha madrugado mucho y el sábado trabajo hasta tarde, que sea ella la que lo disfrute.
Y con tan mala suerte, que, al marcharse… de pronto, un frenazo, gritos, muchedumbre concentrada en el paso de cebra ubicado al salir del parque, por el que debía de cruzar mi Ani. Corrí hacia allí, el corazón en un puño, el presentimiento era malo, me negaba a pensar que podía ser ella… Dios mío que no sea, pensé…
Y era… estaba allí tumbada, sin apenas respirar, la gente se agolpaba, les increpé, ¡fuera!, ¿alguien ha llamado a una ambulancia?. No quería moverla, ¡no! por si se quebraba, se dañaba más de lo que estaba, la besé arrodillado junto a ella y comencé a susurrarla al oído: “cariño, todo va a estar bien, no te preocupes”.
Y llegó la ambulancia, “nada se puede hacer por salvarla, nos vamos para el hospital, usted no puede acompañarnos”. Corrí hacía donde estaban los niños y los dejé con una vecina. No acertaba a encontrar nada, ni las llaves del coche, ni mi cartera, ni a mi mismo. No recuerdo cómo llegué, pero fue a la misma vez que bajaban la camilla de Ani en urgencias. Las palabras de los médicos de la ambulancia martilleaban con crueldad mi cabeza, “nada se puede hacer”. Pero, yo me repetía ¡Dios mío, no te la lleves, ahora no!, ahora no, por favor, danos una oportunidad más, ahora que todo iba bien.
Y me la ingresaron en la UCI, y pasó un mes y los médicos no daban nada por ella, nada se podía hacer, y yo… comencé a buscar en Internet, sobre el daño cerebral y la sesión en concreto que sufría mi mujer, nada me iba a parar. Desde el día del accidente agarré los zapatitos de mi Ani y los llevaba a todos sitios en mi mano derecha, hasta dormía con ellos. Y llegó el día de enfrentarme a los “todopoderosos médicos”, con mis zapatos en la mano les dije de una clínica en Madrid en la que se trataba con nuevas técnicas la lesión de mi Ani. Y me mandaron a tratamiento psicológico, lastimeramente me decía: “Pedro no te empeñes, nada se puede hacer”. Y yo les dije: “¿ven estos zapatos?, pues por mi vida, que se los voy a volver a poder a mi Ani”.
Y me fui para Madrid con ella. Dejé a mis hijos en Cádiz con unas hermanas de mi mujer. La trasladé a la clínica en la que me daban esperanzas y no me moví ni un solo instante de al lado de su cama. Los días, las semanas, los meses pasaron lentos, pero hoy puedo decir orgulloso que mi Ani ha salido del coma, “ya todo se puede hacer”. Habla, se ríe, me conoce a mi y a sus hijos, come solita, escucha música, ve la tele… solo la falta andar… y entonces llegaré un día con sus zapatitos y se los volveré a poner, cual bailarina del ballet de las zapatillas rojas. Y volveremos con nuestros hijos a caminar por la bahía de Cádiz y veremos los barcos partir mar adentro como siempre nos ha gustado. Mi Ani está viva y eso que “nada se podía hacer”.