Pasaba de puntillas entre los restos de la separación de sus padres. NO estaba dispuesto a pasar por el mismo infierno que le tocó compartir con sus padres. El, hijo único de familia adinerada se le presuponía una vida eminentemente fácil, sin penurias y rodeado de paz y amor.
Pero, desde que se recordaba a si mismo, se veía entre gritos y peleas. Su madre paseando del brazo de otro hombre, que no de su padre, por el centro comercial. Y su padre de reunión interminable en reunión indeterminada día sí, día también.
Y los gritos y las escenitas en las fiestas con los amigos, que terminaban abandonando el encuentro mucho antes de lo previsto, por no contemplar como sus amigos se destruían el uno al otro sin compasión.
Y Andrés, en medio… nadie con quién compartir el vacío que se había creado en medio de lo que se presuponía una familia. Entonces llegó su abuela de Escocia, y le ofreció irse con ella a pasar las vacaciones, así de paso practicaba inglés. Y Andrés, que hace el petate y se va, cuanto más lejos, mejor. Ni se despide en el aeropuerto de sus padres.
Nunca quiso conocer el amor, nunca dejó que nadie conquistara su corazón, las peleas de sus padres hicieron tanta mella en él que nunca se atrevió a concederse el beneplácito de sertirse amado. Nunca volvío tampoco a sus padres, su única relación con ellos, eran frías video conferencias desde las High Lands. Su abuela le acogió como a un hijo, y allí poco a poco rehizo su vida. Terminó la carrera de arquitectura, licenciándose con matrícula de honor, y hoy dedica todo su amor, su primero y único amor, a levantar casas, edificios… pero sobre todo casas con corazón, verdaderos hogares, como el que a él le hubiera gustado tener y disfrutar, lleno de la paz y amor que sus padres nunca supieron darle.