Tras caminar durante tres horas mis ojos descubrieron un gran secreto. Las nubes emergían entre dos grandes montañas Tepuyes: el Roraima y el Kukenam. Un indígena Pemone me contó que aquello era la fábrica de nubes de la Gran Sabana Venezolana, las montañas sagradas Tepuyes..
Los Tepuyes se encuentran enclavados al sur de Venezuela. Son mesetas totalmente planas de roca arenisca y paredes verticales abordadas por inmensas cascadas que brotan por doquier. Hace 30 millones de años el movimiento de placas tectónicas y la erosión provocada por grandes masas de agua se encargaron de dar forma a estas montañas únicas en la tierra. El aislamiento de la selva que las rodea hizo el resto.
Al nor-este, se encuentra la quizás más conocida Auyantepuy, con la cascada más alta del mundo: el salto del Angel y al sur la cordillera Chimantá, sobrevolada sólo en helicóptero. Pero, la expedición de la que yo formaba parte, se dirigía hacía Roraima y Kukenam, dos de los Tepuyes del parque Canaima.
Entre los miembros de la expedición se encontraban afamados exploradores como César Pérez de Tudela y el ardilla, y un nutrido grupo de periodistas de viajes. Además de nuestros porteadores Pemones, nos acompañaba un guía llamado Alfredo que había subido “a pelo” ya más de ocho tepuyes.
Me contaba Alfredo que arriba en la “fábrica de nubes” se encontraba el tesoro más bello que jamás podría haber visto. Un ecosistema único y aún inexplorado, autóctono y original de cada una de esas montañas sagradas, propiedad de los Pemones. La fauna característica de los tepuyes y sus alrededores: monos, guacamayos, mariposas, pájaro-violín, sapo negro “oriphinela roraimi”, tapir… eran característicos de la zona. Y la flora, en su mayoría sin clasificar y desconocida formada por plantas endémicas.
Y así las cosas, tras pasar la noche en el campamento base, comenzó la dura y escabrosa, subida al Kukenam, que estaba prevista en unas ocho horas. A las 6 de la mañana todos estábamos preparados para subir, yo decidí seguir los pasos de Alfredo, el experto guía que me ayudaría a subir por esa tierra arcillosa, húmeda y escurridiza.
La subida no era muy escarpada, la dificultad radicaba en el terreno blando, que te agotaba, barro, agua y tierras inestables. Pero, cada paso que daba, me sabía vigilada y al amparo de los pasos firmes y descalzos de mi Alfredo, que apoyaba mi subida vertical hasta el paraíso inexplorado de la cima.
Y como todo en la vida, llegó el momento de “hacer cumbre”, como dicen los exploradores. Y la fotografía que guardo en mi mente, es difícil de definir, una superficie inhóspita se dibujo ante mis ojos, todo estaba cubierto de bruma que se despejaba y nos cubría sin previo aviso, la fábrica de nubes que veíamos desde abajo. Unas plantas, con flores que yo jamás había visto, ni en los documentales más especializados del Nacional Geographic. Un mundo virgen, sin explorar, sin conquistar por el hombre, que vivía allí aislado, a salvo… cumpliendo su ciclo vital.
Los expedicionarios estaban por allí, recopilando muestras de plantas e insectos, los periodistas, despistados, no se podían hacer fotos digitales, demasiada humedad, las cámaras se volvían locas y yo con la bruma que iba y venía, acabé completamente perdida. Llegó un momento en el que no veía a nadie del grupo. Y de pronto, entre la espesa niebla apareció Alfredo, como salido de la inmensa nada, a pecho descubierto, con esos músculos, pura fibra, sus collares tribales, su pelo negro azabache rizado largo recogido en trenzas y rastas, y sus pantalones color caqui de explorador, y… sus pies desnudos.
– “¿Te habías perdido?”, me dijo. “¿eres consciente que el suelo que pisas es sagrado?, los pemones han autorizado la subida al Tepuy para que apreciemos el sabor de la naturaleza en estado puro, salvaje. Aquí a este lugar, solo habrán subido una decena de personas antes que tú…”, “si coges algo de aquí, y te lo llevas a tu país, primero habrás de pedir permiso a la montaña sagrada”, ¿lo sabes?.
Y no se que impulso me arroyó, no se si fue el verme perdida en la cumbre, no se si fue sus bellas palabras, no se si fue algo natural que tenía que pasar y punto, pero… no pude por más que acercar mis labios a los de Alfredo y cubrir sus labios de besos, no se si eran besos inocentes, o besos sagrados… todo quedó ahí… cuando miro las fotos de la expedición, o miro una montaña cubierta de niebla… recuerdo aquel día en la cima del Tepuy como un rito de amor sagrado que quedó guardado en mi memoria como platónico para el resto de mi vida. Tras la expedición y volver a España con un cuarzo rescatado de la cima de la montaña sagrada, no volví a saber de él. A veces, en sueños, le imagino escalando Tepuyes y subiendo cimas con sus pies descalzos, asidos a la roca, y recuperando la esencia natural del ser humano. Yo tuve el placer de conocerlo a través de él, Alfredo, mi guía de las montañas sagradas.