Nací en la plaza de la Lealtad, las paredes de mi habitación se calentaban con las calderas del Ritz. Me asomaba al balcón y el portero del hotel me pedía que me apartara para lanzarme chocolatinas de las que sobraban en el desayuno y las meriendas. En esos tiempos se pasaba mucho hambre, en plena posguerra… todo era muy complicado.
Mi patio de juegos fue la Plaza del Museo del Prado, allí bajo la escultura de Goya se desarrolló mi infancia, en la que conocí a mi primer amor. Nada agraciado por cierto, era el niño feo y gordito de la pandilla, pero para mi fue todo un héroe.
A mi me criaron mis abuelos y mi tía, ya que mi madre estaba presa en un campo de concentración junto a otros republicanos rebeldes, pero eso, no afectó a mi infancia, porque yo era muy niña y no entendía muchas cosas, además no quiero que enturbie el bello relato de mi historia de amor.
Mi abuela, reconocida costurera tuvo en su día, antes de los malos tiempos, una casa de modas de tres plantas en Recoletos con Barbara de Braganza, entre otras clientas de alta alcurnia, destacar a la Reina Victoria Eugenia. Tras la guerra todo esto pasó a ser historia, pero de los restos del taller rescaté, bellos botones, pieza muy lindas y muy caras de encaje, pasadores dorados, pasamanería, flechos, plumas… un montón de fetiches que guardé en un baúl cual gran tesoro. Los usaba para jugar a los busca-tesoros en la Plaza del Museo, era lo más todos los niños admiraban a Margaritina, la niña del tesoro. Incluso más las madres de mis amigos, que aunque aparentaban normalidad, sufrían también la escasez de la posguerra y se les ponían unos ojos muy grandes y redondos cuando veían las piezas que bajaba todos los días para jugar a los busca-tesoros.
Nos organizábamos en dos bandos, las chicas contra los chicos, las niñas escondíamos el tesoro y ellos debían encontrarlo. Recuerdo a las madres como azuzaban a sus hijos para que encontraran las preciadas piezas, muchas veces tenían ellas más interés que nosotros mismos, que de verás lo veíamos como un juego muy divertido.
Recuerdo que una tarde bajé un botón de una casaca personal de la Reina, era un bajo relieve en marfil de su busto y eso llamó muchísimo la atención. Los chicos no daban con la pieza y el cabecilla de ellos, Luis, comenzó a ponerse nervioso… Cogió una cuerda y me ató a uno de los árboles y comenzó a girar a mi alrededor para que descubriera el escondite. Yo no paraba de llorar, no entendía como habíamos podido llegar a ese límite, era tan solo un juego. Luis, me miraba con cara de odio y preguntaba ¿dónde está el botón de la reina?, dime ¿dónde está?. Y yo lloraba y lloraba.
Entonces, vino, Manolo, el feote, el gordito, pero… mi héroe. Le pegó un mamporrazo a Luis derribándolo en el suelo y liberó mis ataduras.
Le di las gracias y me fui para mi casa, tardé en bajar más de una semana, estaba bastante asustada. Manolo había ido a mi casa para interesarse por mi salud, pero yo me había excusado y no salí a verle. Un día paseando por mi casa, enorme por cierto, con 16 habitaciones, más las áreas de servicio, cocinas y demás… me fijo en el suelo en una esquinita y veo un papel muy bien doblado. No se que fue lo que atrajo a cogerlo, pero lo abrí nerviosa porque sabía que había algo importante. Efectivamente, era el dibujo de una muñeca, con rizos, y faldita rosa, ¡muy salado!, y abajo dibujado un corazón, dos gotitas rojas como si fueran dos gotas de sangre y abajo Margarita y Manolo.
Mi miedo se esfumó y esa misma tarde bajé a la calle a jugar de nuevo a los busca tesoros. Manolo y yo nos hicimos inseparables, yo nunca le dije que había encontrado el papelito, porque me daba una vergüenza terrible, pero siempre estábamos juntos, mi héroe Manolito y yo. Si es que tenía hasta celos horribles, apareció una niña nueva en la pandilla, Angelines, que era guapísima, y me daba una rabia… como la odiaba, como se movía, como se paseaba con sus minifaldas delante de los chicos, la odiaba… Pero, ni eso podía con nuestro amor, un día encontré en el mismo lugar que el papelito anterior, otro nuevo, que también tenía pintada una muñeca, pero en esta ocasión, fea muy fea… con el nombre de Angelines abajo. ¡Uy! Eso me dio una fuerza y una tranquilidad que no veas. Ese papelito tampoco reconocí jamás haberlo encontrado.
Mi madre enfermó en el campo de concentración y la trajeron a Madrid para operarla. A su vuelta a París antes de irse me dijo: “hija, España, va a arder por los cuatro costados”, tendrás que venirte a París conmigo”.
Yo odié a mi madre hasta morir, primero, por no estar nunca conmigo, segundo por las cosas tan raras que decía y que yo no lograba a entender y tercero, porque me iba a quitar lo que yo más quería en este mundo: a mi Manolito.
Esa misma tarde bajé a contárselo, sentados los dos en una de las esquinitas del Museo del Prado, en una de las pilastras enormes a la que siempre nos subíamos le dije a Manolo: “Mira mi madre me lleva a París, dice que España va a arder por los cuatro costados, y no puedo hacer nada por no irme… lo siento tanto” y comencé a llorar, sin más remedio.
Pero, él, tan seguro como siempre, como cuando me rescató de las terribles garras de Luis en el árbol, me asió fuertemente de los brazos y me dijo: “No te preocupes, Margaritina mía, yo surcaré los mares y robaré un barco bananero y te raptaré”… Entonces me besó, un beso, que me pareció eterno de lo intenso y salió corriendo.
En cuestión de días yo ya estaba en Paris, y de allí a Venezuela, y a Cuba… siempre siguiendo a mis padres exiliados. Yo siempre quería volver a mi tierra a mi Madrid, a mi España, y ya de muy mayor lo hice. Y me fui a buscar a mis amigos del Prado y poco a poco los he localizado a todos, sí, también a Manolo, y prefiero ni recordarlo, porque me causó tanto dolor nuestra decisión de dejarlo como estaba, de no retomar la historia. El tenía su vida, yo la mía; el barco bananero nunca salió de puerto.
Historias de chiquillos, supongo. Aunque yo aún conservo el papel de la muñeca pintada y el corazón con las lágrimas de sangre, y siempre… siempre, va conmigo.