Los recuerdos se empañan con el tiempo y el vaho de los suspiros eclipsa las imágenes en el espejo del recuerdo o, simplemente, terminamos adaptando a nuestra voluntad lo que tal vez no fue exactamente como lo recordamos. De hecho se desvanecen los primitivos colores con los que brilló la realidad y, con el paso de los años, se nos muestran en sepia, cuando, hoy, a la vista de una imagen o el clamor de un beso, nos retrotraemos al pasado.
Me piden que lo cuente, ahora, después de tantos años, y casi agradezco poner palabras a lo que ya era un viejo sueño. Serán palabras nuevas, no las de entonces, pero lo que sentí con mi primer amor, eso no se borrará nunca.
Estaba prohibido, lo sigue estando. Es probable que me muera antes de que deje de ser pecado. Confío en que llegue ese día, llegará.
No se si fue el morbo de haberle conocido tras la celosía de un confesionario, tal vez. Lo cierto es que cuando, después, tuve la ocasión de verle fuera del recinto sagrado, vestido con un chándal ADIDAS, unas deportivas blancas y ese aire de atleta varonil que tenía, me pareció guapísimo: aquellos ojos verdes, sombreados que parecían reflejar paisajes tenebrosos donde se podría esconder el mismísimo diablo; la nariz, perfecta, y una boca…la boca no, me decía, la boca no, que es pecado. Una boca de labios casi afeminados. ¿Y los cabellos?, castaños, rizados, sortijas de bronce que yo soñaba enredar con mis dedos.
Fantasías de adolescente, apenas catorce años; eso sí, la más guapa de la clase. Ahora, que empiezo a ser invisible, puedo decirlo sin asomo de pudor.
Buena chica, buena hija, buena amiga, buena alumna, de buena familia y muy religiosa; tanto más después de unos ejercicios espirituales, en la Parroquia del barrio.
Yo creo que aquellos ejercicios espirituales me pusieron delante de los ojos las imágenes de todos los pecados, deliciosos, que sentenciarían de muerte mi alma inocente. Tanto prohibir, prohibir y asustar con las llamas eternas y bla, bla, bla…
El hecho es que se despertaron en mí muchas curiosidades con las charlas de aquel viejo cura, tan rancio, de sotana raída que olía a colonia añeja.
En apariencia, después de aquel retiro, me hice más piadosa y acompañaba a mi madre a la a la iglesia.
Empecé a confesarme con el sacerdote del segundo confesionario, en el pasillo de la izquierda; ese precisamente, y no otro cualquiera. Como un antojo o el azar, o ¿quién sabe?, el demonio.
Le conocí tras la celosía de aquel confesionario.
Primero fue la voz, de terciopelo: yo había cerrado los ojos para confesar mis ridículas faltas veniales sin olvidarme de nada: desobediencias, mentirijillas y… algún mal pensamiento.
– ¿Cómo cuál?- dijo su voz, bien timbrada, que llegó acariciadora a mis oídos. Abrí los ojos y le vi. Recuerdo que pensé entonces en la cuadrícula del cuaderno de Matemáticas, por la rejilla tras la que quedaba su rostro dibujado en la penumbra.
– Bueno- dije yo un tanto azorada por tener que dar explicaciones de asunto tan delicado- cosas de amor y eso- añadí.
– ¿Cómo te llamas hija?
– Isabel.
– Mira Isabel, el amor no es pecado.
– Bueno, pero…
– Nunca, ¿entiendes?, nunca- insistió.
No hubo penitencia, mis pecados no eran pecados. Salí de la iglesia más contenta que unas castañuelas. Iba a confesarme siempre con aquel cura.
Unos días después, entré en la parroquia, cuando no había ningún oficio y sólo lucía la escasa luz de la lamparilla que había en el sagrario, iluminaba los pasillos, los bancos, y la cara de los santos daban un poco de miedo. Averigüé el nombre que había escrito en el segundo confesionario de la izquierda, era: Gregorio. Así que era el padre Gregorio. No me gustó ese nombre, pensé que aquel hombre debería llamarse Daniel, que es el nombre que después puse al cura que protagoniza mi novela:” Ego te absolvo.”
Al poco tiempo me apunté a un campamento de verano que organizaba el padre Goñi, así era como le llamaban. Me pareció un nombre muy original.
Estaréis pensando que ahora viene lo bueno, los detalles y todo eso; pero como ya os decía al principio, los recuerdos se empañan con el tiempo.
Retazos sí, como fragmentos de una película en la que casi no me reconozco.
Era verle y el corazón se me ponía a cien, las piernas de algodón y si tenía que hablarle, apenas si juntaba dos palabras, y me ponía colorada como un tomate. Cómo odiaba ponerme colorada. Cosa de las hormonas que, por cierto, ahora vuelven a jugármela.
Se me notaba, sabía que se me notaba y eso me impedía ser yo misma. Me torturaba pensando que le parecería tonta y nunca fui capaz de expresarle mis genialidades.
Se me notaba y él lo sabía.
Terminó el campamento y seguí confesándome con el padre Goñi, hasta que un día, un año después, se fue a misiones. En mi desesperación pensé la suerte que iban a tener las negras del Congo Belga cuando vieran al misionero español. Odie a todas las negras, las veía convirtiéndose al cristianismo en tropel para estar cerca de él.
Yo le despedí en el confesionario, tenía algo que decirle, se lo diría, necesitaba que se acordara de mí:
-Padre he tenido malos pensamientos.
-¿De amores?
-Sí, de amor.
-Bueno y qué más- dijo quitándole importancia, como siempre.
-Padre, malos de verdad.
-¿Y eso, ¿porqué?
-Porque ha sido con vd., porque le amo.
-Isabel, amar no es pecado, nunca. Me acordaré de ti en la selva, y rezaré para que se te pase pronto. Se pasará, te lo aseguro.
-No se me pasará, nunca.
Lloré y lloré, cada noche, durante mucho tiempo. Me quedaba dormida con la almohada empapada en lágrimas. Mi madre decía: ¡hay que ver lo que suda esta niña durmiendo!
¡Quién sabe nada?…
No he olvidado al padre Goñi, naturalmente, ¿quién olvida el primer amor?
Hoy pienso que aquel hombre maravilloso, que me hizo soñar con besos apasionados, sin tener mala conciencia, cuando todo era pecado, aquel hombre, ha sido el hombre de mi vida
Isabel Valverde