En un lugar de Badajoz cuyo nombre me ha contado mi suegra llaman Magacela, pero en realidad es “Amarga Cena”, nació una niña muy guapa llamada Juanita, que se contaba la segunda de cuatro hermanas y un hermano.
Sus hermanas todas iban al colegio a aprender lo que por entonces correspondía a las niñas, además de la lectura y la escritura, las labores de casa, costura, plancha, cocina… Pero, ella no tuvo tanta suerte ya que su padre, decidió que ella no debía de disfrutar de ese privilegio, y la mandó al campo. Entre cebadas, trigo, aceitunas, las ovejas, las vacas, los cerdos… crecía Juanita. Su padre además de dejarla para trabajar en el campo, la maltrataba para obligarla a cumplir sus tareas, “mi padre me pegaba a mi y a mi madre, ella no podía decir nada, sino la pegaba más y más”.
Juanita no aguanta más, y le pide a una de sus hermanas que le escriba a su tío de Madrid, para que venga en su ayuda. Ella no sabía ni leer, ni escribir, ya que jamás había pisado la escuela, “yo quería salir de allí como fuera, era una situación insoportable, no quería volver al campo y así se lo trasmitía en las letras que mi hermana escribió a nuestro tío de Madrid”.
Todo cambió desde el día que Juanita decide plantarse y tomar riendas en el asunto, para encauzar su vida de otra manera, tan solo tenía 14 años. “Mi tío me buscó una casa de un coronel en el Paseo Pintor Rosales para servir, y allí mi vida cambió para siempre, mi padre, las palizas, el campo… quedaron muy lejos, la señora de la casa en la que servía me enseñó a leer y escribir, para que me manejara por Madrid, y pudiera leer los carteles en los autobuses y el metro, y como me decía ella, por si me pasara algo, que al menos supiera escribir mi nombre. Mi padre, que Dios tenga en su gloria, no consintió que yo fuera al colegio, pero al final al menos logré aprender a leer y escribir con la señora, compró unas cartillas de las de entonces y todas las tardes en la cocina de la casa, íbamos practicando un poquito. El irme a Madrid fue mi salvación, atrás quedó el látigo de mi padre, el campo, y todas las injusticias por las que había pasado. Mi padre nunca me dio nada, ni tan siquiera al casarme una manta que me había prometido, se la dio a mi hermana pequeña, el resentimiento y el odio reinaban en su vida, pero al final no se salió con la suya, porque yo logré la felicidad junto a mi marido y mis dos hijos”.
A Juanita la había pretendido, como se decía entonces, algún chico, pero en realidad conoció al amor de su vida en casa de su tío de Madrid. “Estaba un domingo que libraba en casa de mi tío, y entonces era tradición que los chicos del pueblo que estaban en Madrid emigrados, hicieran ronda de visitas a todos aquellos que estaban también emigrados en la capital. No vino solo, venían un grupo de amigos que vivían “de patrona” (en una pensión), pero yo solo tenía ojos para él.
Mi Manolo tenía un tía que vivía un poco más arriba de casa de mi tío. La Tía Pazuca, que luego serviría de excusa a Manolo para que todos los días me viniera a buscar, decía “voy a ver a la tía Pazuca”, pero en realidad me venía a buscar a mi, nos íbamos a la cafetería, al cine, al parque a pasear, después de todo lo que había pasado en el pueblo, esta historia me parecía como un cuento de hadas. El día que Manolo fue a pedir mi mano, mi padre alzó la mano en alto, y mi Manolo, le dijo: “como se le ocurra levantar la mano a mi futura mujer, en verdad le digo que no volverá a ver la luz del sol”. Desde entonces, ahora y siempre, es el mi gran amor, mi único amor, mi héroe, mi padre no se salió con la suya”.